María Eva Duarte

Mientras la mayoría del pueblo la llora con desconsuelo, en algunas paredes de los barrios aristocráticos alguien escribe: “Viva el cáncer”. Tenía 33 años.
Buenos Aires/Argentina (1952)


Encarcelada adentro de mis pieles,
el alma se debate entre las llagas que saquearon su cuerpo,
a pura furia,
en estas coordenadas del silencio donde sucede el tiempo en espirales
y la agonía duele todavía
aunque el fétido aliento de la muerte ya no rompa,
con uñas amarillas,
los baluartes del útero infecundo donde engendrara el cáncer su paisaje.
Soy
apenas
la máscara de la hembra
que odiaron los señores biencomidos desde lo más profundo de sus vísceras.
Soy Evita,
la intrusa resentida,
la virtuosa,
la puta,
la arrogante;
la que mantuvo un odio apasionado por los olvidos,
por las injusticias,
y alzó una represalia en torbellino que consumió sus días
y sus noches
y el desleal desenfreno de su sangre
desterrándola al hondo cautiverio de una perpetuidad inconmovible
donde habrán de golpearla,
mutilarla,
temerle hasta el espanto y la locura,
condenarla a un atroz peregrinaje
al que será entregada por bastarda,
por hija de la chusma,
por fanática,
por conducir legiones desdentadas
hacia la dignidad que les adeuda la rapiña legal de los farsantes.
Soy Evita,
la madre irrespetuosa,
la que no consintió con su destino de sirvienta,
operaria,
costurera,
discreto pasatiempo de señores en alguna evasión de mediatarde
y se jugó la vida
a todo o nada
porque tuvo el coraje,
la fiereza,
la razón, el arrojo, los ovarios
para parar el juego
y dar de nuevo
a pesar del agravio interminable.

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