Magdalena

“Dícele Jesús: No me toques: porque aun no he subido a mi Padre: mas ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. Fue María Magdalena dando las nuevas á los discípulos de que había visto al Señor, y que él le había dicho estas cosas.” (Juan 20:17-18)

Ellos saben que anduve los paisajes compartiendo su ardiente desvarío,
acompañando el ritmo de sus pasos sobre ásperos guijarros persistentes
junto a las mordeduras del desierto.
Ellos saben que secundé rituales,
que bebí la esperanza de sus labios como si fuera el agua de la vida
y alejados de leyes
y prejuicios
compartí la igualdad de su evangelio.
Ellos saben que amé cada palabra
como amé sus miradas indulgentes
como amé el vuelo humilde de sus manos
como amé su cansancio peregrino orillando las márgenes del sueño.
Se amparan en antiguas tradiciones para acallar las letras de mi nombre,
para ocultar,
tras densas desmemorias,
cada suceso donde fui escogida como depositaria del misterio.
Sin embargo,
yo soy la Magdalena,
discípula tenaz de su doctrina.
Yo no escondí mi rostro
aquellas horas en que tropas romanas perseguían
las huellas delatoras de los miedos.
Soy la que custodió su pesadumbre
la que estuvo a su lado en el patíbulo con el alma abrigando su agonía,
con el alma desnuda,
con el alma
velando ese brutal padecimiento.
A mi no me interesan las cautelas
ni esa mezquina usurpación que ejercen desde los pedestales de su hombría
apóstoles,
patriarcas,
eruditos,
reformando la letra de los textos.
Soy María,
María Magdalena.
Mis ojos
- dos murciélagos perdidos que cruzan las penumbras de la historia-
cargan la voz de todas las mujeres
y su postergación
y su desvelo.

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