© Norma Segades - Manias

Capítulo I - Nombres en los enigmas

Lilith

“Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo Dios: Sean fecundos y multiplíquense y llenen la tierra y sométanla; manden en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra". (Génesis 1:27-28)

En la tarde proscrita,
la penumbra de mi encolerizada cabellera
-como magma o demencia o llamarada-
eriza rebeliones primitivas en el profundo abismo de mis ojos.
En la tarde proscrita,
mi locura,
enfrentando excluyentes reglamentos que me niegan posturas, actitudes,
en mitad de batallas a destajo bajo los laberintos del insomnio.
En la tarde proscrita,
mientras rugen los tigres sus hambrunas de arterias
y ocultan las gacelas sus cuellos palpitantes
y un vendaval de esporas se proyecta en descargas de amores migratorios
porque la vida trepa en el silencio como un enredadera clandestina que avanza entre los muros de la gracia
sin que nada se oponga
o la detenga
o avasalle su pulso borrascoso;
expongo ante la voz que no me nombra
este ímpetu de sangre avasallada por lunas desprolijas y cauces sin cordaje,
esta furia de afrentas arbitrarias renunciando al alivio del sollozo;
notifico a la voz de las ausencias
que no acepto
ni admito
ni consiento que el hombre que me dio por compañero,
ajeno a la exigencia de mis muslos,
violente complacencias y cerrojos;
porque yo soy Lilith,
hembra salvaje abdicando a calladas mansedumbres,
a esta ultrajante furia de mordazas que corroe el idioma primigenio amasado en los úteros del lodo;
yo no seré la esclava que obedece el mítico capricho del aliento,
no viviré cautiva del ultraje
aunque deba expatriarme en las orillas donde naufragan voces y demonios.

Balkis

“Y el rey Salomón dio a la reina de Saba todo lo que ella quiso, y todo lo que pidió, además de lo que Salomón le dio. Y ella se volvió, y se fue a su tierra con sus criados.” (1 Reyes 10:13)

Mi piel tiende un aroma a sombra pulcra,
a tiniebla compacta,
a nigromancia
rondando la orfandad de los capullos mientras desmayan frutos los olivos
y estallan de silencio las almendras.
Soy Balkis.
Soy la reina de Abisinia vagando sobre el lomo del desierto
y bebiendo horizontes,
duna a duna,
en búsqueda de lazos, exenciones, convenios comerciales, indulgencias,
porque su pueblo embiste
avasallando filiaciones, esencias, dignidades
con mandatos de necios veredictos rugiendo intolerancia a borbotones,
desnudando la voz de su inclemencia.
Soy Balkis,
la extranjera de sus ritos,
la que pronuncia leyes y conjuros con cadencia de muslos desvelados
cimbrando
sobre frágiles tobillos
el sinuoso ondular de las caderas;
la del vientre fecundo
y las miradas propicias al encuentro
como un muelle
donde amarrar el credo sin estatuas que patrocina filos arbitrarios sobre las libertades de las hembras.
Soy la reina de Saba,
con mis labios rubricaré los rollos de la alianza;
con mi lengua de cálidas caricias tutelaré jadeos y gemidos
hacia un encuentro de pupilas ciegas
entre un crujir de fuegos escarchados,
y el trémulo holocausto de la carne agonizando dentro de los cuerpos,
en las postrimerías del delirio,
cuando el sollozo agreste del esperma
engendre,
en la oquedad hecha misterio,
la filiación de astucia contundente que funde otro linaje,
otro destino,
otra estrategia para andar la vida con la sangre por toda contraseña

Débora

"Las aldeas quedaron abandonadas en Israel, habían decaído, hasta que yo Débora me levanté, me levanté como madre en Israel." (Jueces 5:7)

Entre Rama y Betel
bajo una palma
administro la voz de la justicia
y nadie se aventura a censurarme
a pesar del gravamen de mi sexo cercado por costumbres y prejuicios.
A mi lado
los hombres de Israel que fundaron los días de la sangre,
del escudo
y la lanza
y el coraje expuestos a la furia
en los combates ofrendados al dios del exterminio;
a mi lado
las tropas israelitas
que vencieron las sombras de los miedos,
que enfrentaron la heroica rebeldía de las resueltas tribus cananeas
resistiendo despojos
y designios
intentan desterrar
de sus atuendos
los desvelados rastros de la angustia donde acontece la supervivencia,
intentan desterrar
de sus miradas
la austera dignidad del enemigo.
Mientras lloran las madres de los hijos
que sembraron el campo de batalla con sus valientes corazones rotos
por causa de una tierra conquistada a golpes de traición y latrocinio.
Mientras lloran las madres su agonía
sobre las orfandades
y las ruinas
y el horror de la tierra mutilada
y los sueños,
los pactos,
las promesas yaciendo a los costados del martirio.
Soy Débora.
Yo juzgo y profetizo.
Llevo sobre mi espalda el privilegio de haber guiado a Barak a la victoria.
Por mí el pueblo celebra
y agradece
cantando la impiedad del regocijo.
Bendito será el nombre que me dieron hasta el final de todos los oráculos.
Pero hoy no puedo alzar mis alabanzas.
Hay muñones de muertes absolutas corrompiendo el altar del sacrificio.

Eva

“De la costilla que el Señor Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada." (Génesis 2:22-23)

Útero de dolientes laberintos donde la humanidad se salvaguarda,
grito el nombre del dueño de la vida,
mientras llovizna el alba
sobre el huerto
y ha comenzado el tiempo de los pájaros.
Grito el nombre del amo de los sueños,
insolente señor de los caprichos que cinceló en un hueso mis caderas,
mis senos contundentes,
mi cintura,
mis tobillos de andar acompasado.
Grito el nombre del verbo hermafrodita que me impuso
en la noche originaria
mi credencial de hembra,
de varona dispuesta a entretejer mi dinastía con hilvanes de semen desvelado
y luego,
sin piedad,
hirió mi rostro con el amargo musgo del olvido,
me arrebató en la fiebre de su cólera,
me expulsó hacia el naciente del repudio con espadas de fuego entre las manos.
Soy Eva.
Soy la madre del castigo.
Detrás de mi vendrán cendales negros,
y un silencio de sangre sin embriones vaciada en las arenas de los siglos
y una historia de sexos mutilados
y piedras lapidando los pezones
y puños como rocas
y puñales
y la profanación de la inocencia
y manos machacando en los morteros el secreto nutriente de los granos
y el pulso del dolor atravesando por acequias de carne desgarrada
y la muerte
acechando en los rincones
como un perro de presa que reclama su diezmo de menudos calendarios.
Grito el nombre del padre,
a voz en cuello;
increpo a su desdén,
prevengo al viento acerca de estas lunas insumisas
que habrán de continuar sobreviviendo
a pesar del desprecio
y los agravios

Salomé

“Pero cuando se celebraba el cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías danzó en medio, y agradó a Herodes, por lo cual éste le prometió con juramento darle todo lo que pidiese. Ella, instruida primero por su madre, dijo: Dame aquí en un plato la cabeza de Juan el Bautista.” (Marcos 14:6-7-8)

Escucho,
desde lejos,
las denuncias,
las recriminaciones,
las censuras,
las insidias de bordes insolentes reptando por los muros del palacio
en el eco rotundo de sus voces.
Pero nadie se atreve a ajusticiarlo,
a desnucar sus ojos encendidos,
porque este tiempo ha sido revelado como el advenimiento de otro reino
sobre la piel ajada de los códices.
Yo sólo libro el fuego de la danza al ritmo de sonajas que percuten
junto a los balanceos,
las flexiones,
el arquear obediente de mi torso junto al suave pulsar de los tambores
y ese inmisericorde fanatismo enjuiciando la vida de mi madre
que ya no pueden ocultar las cítaras;
ese apasionamiento huracanado condenando el ritual de mis amores.
Me acosan las miradas de lujuria adulando mi vientre delicado
moviéndose,
sinuoso,
entre los velos
que caen como hojuelas otoñales multiplicando el goce en los azogues.
No lo asesinan leyes ni preceptos,
lo matan mis caderas complacientes,
mi fragancia a hembra en celo
y el alfanje
instaurando entre coágulos desnudos la decapitación del horizonte;
lo mata mi mirada seductora enmarcada por sombras de antimonio
mis piernas impetuosas,
mi cintura,
y el engreimiento de sentirse dueño de la vida y la muerte de los hombres.
Lo mata el erotismo,
la impudicia,
la voluptuosidad adolescente que funda entre mis muslos su desgracia.
En bandeja de plata
su silencio
como obsequio a la puta de la corte.

Dalila

“Y ella hizo que él se durmiese sobre sus rodillas; y llamado un hombre, rapóle siete guedejas de su cabeza, y comenzó á afligirlo, pues su fuerza se apartó de él.” (Jueces 16:19)

Observan con sus ojos de condena
como si nunca hubieran sospechado un sisear de traiciones satisfechas
reptando
en las tinieblas de la noche
hacia el precio final de la codicia.
Observan con sus ojos de reproche
los meandros impetuosos de las sábanas
las trenzas de cabellos retorcidos
cercenados
al borde de la luna
por determinación de mis caricias.
Podría declarar
en mi defensa
que el gran juez de Israel es un fantoche,
un autómata inútil,
un pelele subordinado al dios de sus ancestros
y al cumplimiento fiel de su doctrina.
Pero no diré nada.
Está en mi esencia no apreciar los amores reverentes
no valorar la entrega ilimitada con que los hombres pierden
en el lecho
el patrimonio breve de su dicha.
Es que a mí no me inquietan las sentencias brotadas de sus miedos primitivos.
No creo en la falacia de esos dioses que reivindican guerras,
sufrimientos,
hambre dura,
muñones de injusticia
y a cambio de algún cielo prodigioso reglamentan penurias en eclipse,
remolinos de fiebre,
ceremonias donde solemnizar,
sobre las piedras,
estertores de sangre redimida.
Porque yo soy Dalila,
filistea del Valle de Sorec,
en Palestina;
infiel al corazón y a la liturgia,
infiel hasta la médula del pulso que corre por mis venas atrevidas.
Porque yo soy Dalila,
soy atea,
y desconozco el arrepentimiento.
No me inclino,
jamás,
en los altares.
No admito sus leyendas.
No permito ni un vestigio de culpa en mis pupilas.

Magdalena

“Dícele Jesús: No me toques: porque aun no he subido a mi Padre: mas ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. Fue María Magdalena dando las nuevas á los discípulos de que había visto al Señor, y que él le había dicho estas cosas.” (Juan 20:17-18)

Ellos saben que anduve los paisajes compartiendo su ardiente desvarío,
acompañando el ritmo de sus pasos sobre ásperos guijarros persistentes
junto a las mordeduras del desierto.
Ellos saben que secundé rituales,
que bebí la esperanza de sus labios como si fuera el agua de la vida
y alejados de leyes
y prejuicios
compartí la igualdad de su evangelio.
Ellos saben que amé cada palabra
como amé sus miradas indulgentes
como amé el vuelo humilde de sus manos
como amé su cansancio peregrino orillando las márgenes del sueño.
Se amparan en antiguas tradiciones para acallar las letras de mi nombre,
para ocultar,
tras densas desmemorias,
cada suceso donde fui escogida como depositaria del misterio.
Sin embargo,
yo soy la Magdalena,
discípula tenaz de su doctrina.
Yo no escondí mi rostro
aquellas horas en que tropas romanas perseguían
las huellas delatoras de los miedos.
Soy la que custodió su pesadumbre
la que estuvo a su lado en el patíbulo con el alma abrigando su agonía,
con el alma desnuda,
con el alma
velando ese brutal padecimiento.
A mi no me interesan las cautelas
ni esa mezquina usurpación que ejercen desde los pedestales de su hombría
apóstoles,
patriarcas,
eruditos,
reformando la letra de los textos.
Soy María,
María Magdalena.
Mis ojos
- dos murciélagos perdidos que cruzan las penumbras de la historia-
cargan la voz de todas las mujeres
y su postergación
y su desvelo.

Betsabé

“Y sucedió un día, al caer la tarde, que se levantó David de su lecho y se paseaba sobre el terrado de la casa real; y vio desde el terrado a una mujer que se estaba bañando, la cual era muy hermosa. Y envió David mensajeros, y la tomó; y vino a él, y él durmió con ella…” (2 Samuel 11:2-4)

Debajo de su sed,
el agua clara,
como llovizna levemente fresca
roza el contorno quieto de mi rostro,
acaricia la curva de los senos de piel dorada
y de pezones tórridos.
Debajo de su sed
el agua mansa halaga la hendidura de mi sexo,
perfila la silueta de las nalgas,
roza muslos de suave terciopelo,
resbala sobre el vientre lujurioso.
Debajo de su sed,
bajo la luna,
levantando los brazos hacia el cielo
y ofreciendo la larga cabellera a los dedos inquietos de la brisa
que sopla
en el terrado de mi insomnio.
Puedo escuchar su aliento entrecortado,
sus urgentes deseos,
sus vigilias
detrás de las señales de mi nombre.
Puedo augurar sus torpes apetencias
mientras me envuelvo,
lenta,
en el rebozo.
Soy Betsabé,
la esposa del hitita.
Procedencia de muertes y castigos para quien olfatea mi intemperie
cuando Jerusalén
se paraliza
cómplice del deseo caprichoso;
para quien vivifica la apetencia de una nueva mujer en su serrallo,
para quien escarnece la palabra comprometida al pueblo de su sangre
y al dios perfecto
y misericordioso;
para quien destituye el paradigma de guerrero invencible
y alma justa
gozando los discretos servilismos
de decenas de sexos tolerantes cautivos en ocultos dormitorios.
Y en esta alianza de infidelidades donde nuestros destinos se encadenan
detrás de celosías
y persianas
y cancelas
y torpes disimulos…
me complace el asedio de sus ojos.

Tamar

“Entonces ella se quitó de encima sus ropas de viuda y se cubrió con el velo, y bien disfrazada se sentó en Petaj Enáyim, que está a la vera del camino de Timná… Judá la vio y la tomó por una ramera, porque se había tapado el rostro,” (Génesis 38:14-15)

¿De qué linaje nacerá el Mesías,
el ungido de dios,
el elegido,
si mi esposo se ha muerto sin legarme el codiciado bien de su semilla
y yo cargo el costal de la deshonra?
¿De qué linaje nacerá la vida,
si las leyes tribales establecen que no puedo yacer con hombre alguno
hasta que mis entrañas reproduzcan el eco de su sangre obligatoria?
Si su hermano gozaba entre mis muslos,
mordía mis pezones erizados
y luego
eyaculaba sobre el polvo,
degradando los ritos encubiertos que bendicen la esencia de la cópula.
Si mi suegro quebranta su promesa,
elude el compromiso,
la palabra,
y yo sigo vistiendo como viuda y habitando en la casa de mi padre
siempre lejana,
siempre silenciosa.
Mujer hebrea
sin hombre o descendencia
condenada a rotundas privaciones cuando el invierno caiga al calendario,
a las pieles marchitas,
al olvido,
sin que ninguno asuma la custodia.
Por eso visto el velo de las putas
y acecho a Yehudah desde el camino en el momento exacto del augurio
cuando la alineación de los misterios
fertiliza mis lunas borrascosas
sedientas del esperma acantilado que socave las sombras de mi sexo
y procree los hijos que me adeuda
su injusticia,
su agravio,
su capricho,
su yugo de creencias opresoras.
Soy Tamar,
de la tribu de Israel,
aunque deba exponerme a las hogueras,
a la lapidación,
a los suplicios,
de mi linaje nacerá ese nombre
que alterará el transcurso de la historia.

Miriam

“Apenas la nube se retiró de encima de la Carpa, Miriam se cubrió de lepra, quedando blanca como la nieve. Cuando Aarón se volvió hacia ella y vio que estaba leprosa,” (Números 12:10)

Alzaba al cielo mi lealtad desnuda.
Elogiaba tus obras.
Celebraba el acto medular de tu doctrina.
Bendecía el contorno de ese nombre que no puede ajustarse a la palabra.
Danzaba sobre el polvo de la ausencia al ritmo de sonajas y panderos
exaltando promesas ancestrales
con la misma alegría,
el mismo fuego,
las mismas contundentes esperanzas.
Pero tu amor fue siempre antojadizo.
Escogiste la ofrenda de mi hermano.
Te complacía el humo de la hoguera con que Aarón pronunciaba
en el ocaso
el adusto ritual de su alabanza.
Al pie del monte Horeb,
junto a las zarzas y las enormes moles de granito
cuando andaban las tribus traicionando preceptos de rabinos y levitas
desde el ceremonial de las infamias,
castigaste mis celos con la lepra que socava la carne,
que segrega,
que consume con lenguas de ceniza,
que prohibe habitar entre los puros a los mortificados con las llagas.
Éscupiste en mi rostro tu desprecio sólo por murmurar contra mi hermano
y la pena no ha sido razonable.
Siete veces multiplicaste infiernos con andrajos de pieles putrefactas.
Fustigar a las hembras,
humillarlas,
disciplinar su espíritu atrevido,
recluir sus voces,
ocultar sus rostros,
proscribirle alfabetos,
dignidades,
con vigilias de hombría empalizada,
¿te hará mejor que el resto de los dioses?
Yo he sido el instrumento de tu gloria,
protectora del niño que elegiste como liberador de los hebreos.
Yo soy Miriam, custodia de la alianza.
¿Qué más quieres de mí?
¿Qué es lo que quieres?
¿Cuándo serán amadas las mujeres por la nobleza de sus intenciones
y no por la observancia de los códigos
que las expulsan
siempre
de tu gracia?

Judith

“Sólo quedaron en la tienda Judit y Holofernes, desplomado sobre su lecho y rezumando vino. Avanzó, después, hasta la columna del lecho que estaba junto a la cabeza de Holofernes, tomó de allí su cimitarra,[…] se acercó al lecho, agarró la cabeza de Holofernes por los cabellos […] y le cortó la cabeza. (Judit 13:2-6-7-8)

No debiste bajar desde los montes a sitiarme por sed,
a amenazarme con incendiar las tierras de mis padres,
a atravesar mis hijos con la espada,
a ultrajar la virtud de mis doncellas.
No debiste bajar con tus soldados a interceptar el agua del torrente
a poner en peligro a mis infantes,
a esclavizar mi pueblo,
a violentarlo con amagos de estúpida soberbia.
Porque yo soy Judith,
yo soy la madre,
a mi se aproximaron los rabinos para pedir que orara junto a ellos
pidiendo
a dios
la salvación del templo
de la rapiña,
el odio
y la blasfemia…
y yo no pude hacerlo.
Las plegarias
no acallaron el eco de las voces de los niños,
los viejos,
las mujeres,
daños colaterales repetidos a lo largo y a lo ancho de las guerras,
que se abrían camino hasta mi alma desde el oscuro fondo de la historia,
es decir
desde el fondo del olvido
con las voces del llanto que unifica a los desamparados de la tierra.
Por eso vine a ti.
Por eso vine
y te llevo conmigo a las murallas
donde habrás de esperar el nuevo día que ilumine la calma conseguida
con esta eternidad de tu vergüenza.
Por mano de mujer fuiste segado del tallo vigoroso
en esta noche
en que todo patriarca estuvo orando lejos de lo tajante de tu espada
y tu cuello dormido
y tu presencia
y el rostro sorprendido de tu muerte colgando de los ásperos cabellos
y tu cuello goteando negros coágulos al ritmo del insomnio de mis pasos
que regresan
cansados
por la arena.

Edith

“Entonces el Señor hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego, de parte del Señor desde los cielos; y destruyó aquellas ciudades y todo el valle y todos los habitantes de las ciudades y todo lo que crecía en la tierra. Pero la mujer de Lot, que iba tras él, miró hacia atrás y se convirtió en una columna de sal.” (Génesis 19:24-25-26)

Soy Edith,
habitante de Sodoma,
a quien Yahvé exigiera testimonio de su estricta condena,
de su furia desgarrando el revés de los pecados
con zarpas de tajantes exterminios…
Camino tras los pasos de mi esposo.
Soy un espectro de alma polvorienta asumiendo que el pacto
ha sido roto
y el número de justos ya no alcanza para salvar al mundo del castigo.
Soy apenas la cruz de mi silencio,
un exánime gesto de clemencia adivinando ráfagas de azufre
que expulsan
hacia el útero terrestre
aluviones de espasmos en racimo.
Una silueta sorda al desamparo,
a la angustia,
al espanto borrascoso,
a la demencia aullando
a contra cielo
orfandades de instantes carcomidos por las bestiales fauces del abismo.
Soy esta terquedad de la nostalgia que escapa de una turba de esqueletos
presintiendo las fiebres,
los temblores,
las vísceras de todas las hogueras consumiendo semblantes amarillos.
No podré echar raíces en el sueño
si atormentan los cauces de la sangre sus gritos de intemperie desnucada,
sus ampollas de estrictas contricciones
detonando en las pieles del olvido.
El delgado susurro de mi nombre atraviesa anatemas desvelados,
anunciando los tiempos del incesto
donde los escogidos del rebaño caerán desde la altura de sus vicios.
El delgado susurro de mi nombre
extendido en el aire del augurio que me fecunda en su matriz salobre
con las pupilas tenazmente yermas mirando
para siempre
hacia el vacío.

María

"… mujer que no dudó proclamar que Dios es reivindicador de los humildes y oprimidos y derriba de sus tronos a los poderosos del mundo" (Pablo VI, Encíclica "Marialis Cultus", 2 de febrero de 1974, Nº 37)

Yo te enseñé a decir cada plegaria
cuando los largos días de la infancia encrespaban la luz en tus cabellos
y la risa era fácil
y el paisaje no presagiaba cruces ni conjuras;
a guardar en la piel de la memoria los repetidos nombres del silencio,
a impugnar la razón del desamparo,
a condenar eclipses como velos ocultando los rostros de la angustia.
Delaté
cada rastro de injusticia
mientras adelgazaba los vellones en los atardeceres enramados
y el alma trasponía los misterios con sus escapularios de ternura;
las profusas legiones en harapos surgidas desde el fondo de los tiempos,
desde las hendeduras del destino
donde la dinastía del pecado salvaguarda esperanzas moribundas.
Te transmití el misterio de las sílabas que anunciarían bienaventuranzas
para los pobres,
para los hambrientos,
para los postergados de la tierra y su forzado diezmo de penurias.
Porque soy la hilandera,
soy la madre,
soy la mujer hebrea,
soy la esclava de códigos dictados en las noches al linaje de todos los profetas.
En mí estalla la voz de las injurias.
Amamanté tu vida con mi vida.
Te di a beber los sueños que cargaste por los caminos de tus soledades
prediciendo el arribo de otro reino
con el amor por dogma y por liturgia.
Acompañé tus pasos en la arena,
tu idioma de parábolas en vuelo,
los prodigios,
la magia,
los conjuros
tatuados en la piel del evangelio con firmeza de sílabas desnudas
y ahora presencio todas las traiciones,
todos los miedos,
todos los perjurios,
todas las orfandades del ultraje,
toda tu carne herida,
toda espina socavando el dolor en la penumbra.
Porque soy la guardiana de tu pena
y he de beber del vaso acidulado al que fue condenada esta imprudencia
de engendrarme mujer
envilecida por la influencia grisácea de la luna.
Pertenezco a esta casta avasallada,
a la genealogía del agravio
y amamanté
con leche sediciosa
toda la altura de tu rebeldía en la privacidad de las penurias
y te afilié a las huestes repudiadas
que enfrentan vendavales de injusticia en el profundo valle del olvido
y ahora
naufrago junto a tu naufragio
entre un temblor de sangres insepultas.

Capítulo II - Nombres en las vigilias

Isabel de Trastámara

Nacida en Madrigal de las Altas Torres (Ávila) el 22 de abril de 1451, fue conocida con el apodo de Isabel la Católica. Durante su reinado un grupo expedicionario español llegó a tierras americanas. Enferma de un cáncer de útero muere en Medina del Campo (Valladolid) en el año1504. Tenía 53 años
Medina del Campo (1504)


En tu nombre,
Señor
a quién atiendo,
yo,
Isabel de Trastámara,
la reina,
vengo dispuesta a licenciar mi espíritu
previo diezmo de nuevas penitencias por lo desmesurado del ultraje.
Porque,
allá,
donde el sol desaparece llevándose consigo la esperanza,
cargando con los miedos,
la indigencia,
desamores,
desgracias,
desmemorias…
desembarqué la muerte hecha estandarte.
En tu nombre,
Señor
a quién respondo,
a quién engrandecí con diligencia
y entusiasmo sin par
y fanatismo,
vengo a entregar mi corazón desnudo herido por oscuras deslealtades.
Porque allá,
en lo profundo del olvido,
donde se multiplican los cristianos persuadidos por llamas y evangelios,
donde andan los espectros santiguándose con la putrefacción de sus falanges…
impuse la aflicción de tus rituales.
En tu nombre,
Señor
a quién invoco
desde la sumisión de las plegarias que velan mi yaciente desarraigo,
vengo a hacer el recuento de las sombras antes que cumpla su misión el cáncer.
Porque,
allá,
donde el mundo es estallido de rotundas fragancias,
de milagros,
donde rugen las selvas sus misterios y el sigilo del puma se desborda…
decapité la voz de sus lenguajes.
En tu nombre,
Señor,
a quien contemplo,
vengo a inmolar mi aliento
este que anduvo cabalgando los campos de Castilla
portando tu palabra en bandolera sobre el silencio gris de los cadáveres.
Soy Isabel,
la reina de Castilla ,
envuelta en un pellejo ceniciento,
con los ojos vencidos,
fatigados,
cargando con el peso de la historia,
una mujer pequeña,
vulnerable.

Valentina Tereshkova

Cosmonauta soviética y primera mujer que viajó al espacio, era una trabajadora textil y paracaidista aficionada cuando se alistó en el programa soviético de aprendizaje de cosmonautas. Efectuó 48 órbitas alrededor de la Tierra en el satisfactorio vuelo del Vostok 6, que duró del 16 al 19 de junio de 1963
Baikonur – Kazajistán (1963)


Una esfera girando en el espacio la azul coreografía de la danza
que estableció el ritual de las jornadas
cuando el aliento apenas se inscribía en la fertilidad de las esporas.
Sólo un mundo
pequeño y vulnerable,
un navío de jarcias solitarias navegando en su lecho de intemperie
con velamen de luna irreverente
y un destino de eclipses en la proa.
Y yo giro a su lado,
en espirales,
hacia el vacío espeso de la noche,
superando el grosero antagonismo que condena mi sexo a los silencios,
a los anonimatos,
a las sombras.
Hoy soy la humanidad.
Hoy soy la hembra que acredita el valor de los reversos.
Estoy aquí,
oficiando la vigilia a punta de entereza,
a contrasueño.
Mi nombre es Valentina Tereshkova.
Soy todas y soy una.
En el abismo,
en la escarcha perpetua,
en la distancia,
redimo los perfiles de otros rostros,
el minucioso tiempo de otras vidas confinadas a opacas desmemorias.
Aquí,
donde la médula del cosmos gestó la dispersión y sus secretos,
entono los conjuros,
las liturgias de las elementales parturientas
en un vocabulario de gaviotas
y en estas coordenadas del misterio
remendados los párpados,
las bocas,
cubiertas por membranas cenicientas,
centurias de mujeres se levantan desde las catacumbas de la historia.

Boadicea

Nació alrededor del año 30, en la tierra de los iceni, que pertenecían a la cultura celta, Hacie el año 60 fue capturada, desnudada en público y flagelada por causa de las deudas de su pueblo. Tras el ataque logró reunir a más de cien mil guerreros con los que atacó y venció a los ejércitos invasores. Tras ser finalmente derrotada, puso fin a su vida por medio del veneno
Icenia – Gran Bretaña (60)


Los romanos aprontan sus legiones.
Esas mismas legiones que humillaron espaldas,
dignidades,
ascendencias,
que flagelaron pieles,
que violaron sexos, legados, leyes, domicilios,
que profanaron toda autonomía bajo el peso opresivo de sus cáligas
con el sólo derecho de la fuerza
y la pura razón de una codicia que somete la tierra a su capricho.
Quieren cobrar la deuda de torturas,
de sacrificios y laceraciones con que vengué el honor de los iceni
aniquilando Colchester y Londres,
tomando San Alban como castigo.
Comandando cien mil imprecaciones,
cien mil tajos de acero,
cien mil lanzas
en contra de las tropas invasoras que avasallan la voz de los aldeanos,
cien mil amenazantes desafíos,
yo,
la bruja,
la reina Boadicea,
la de mirada dura y voz agreste,
la del pelo cayendo en llamaradas sobre la piel azul de los combates,
mordida por los bordes de sus filos,
me preparo a luchar hasta la hazaña,
hasta el último aliento de la sangre,
hasta la libertad,
hasta la entrega total de cada sueño magullado,
sin capitulaciones ni armisticios
porque no acepto muertes prorrogables.
La quiero ineludible,
perentoria.
No oficiaré de puta en sus burdeles,
de trofeo de su beligerancia,
de pan para la arena de su circo.
Quiero una muerte altiva,
trascendente.
Una ración de muerte irrevocable,
de jabalina al pecho,
de estocada
como salvoconducto ante los cuervos que juzgan,
entre cantos,
mi destino.

Olympia de Gouges

Revolucionaria francesa nacida en Montauban en 1748, considerada una de las precursoras del feminismo, fundó la Société populaire de femmes y redactó la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, donde reivindicó la igualdad de derechos de las mujeres. Enfrentada políticamente a Robespierre, fue acusada de intrigas sediciosas y, finalmente, guillotinada en la ciudad de París, el 3 de noviembre de 1793
París – Francia (1793)


Traicionadas por nuestros compañeros
hemos quedado excluidas de la historia,
sedientas de justicia,
de derechos,
de legitimaciones ciudadanas,
de reconocimiento
o recompensa
por tantos sueños,
tantos ideales quemándonos el alma con su fuego,
encendiendo una voz en las entrañas que aún clama reclamando libertades,
tanta pasión,
al fin,
tanta apetencia
de ser iguales desde el nacimiento,
sin privilegios ni parcialidades según oficio o género o linaje,
tantas noches de insomnio en las tinieblas.
Y no puedo aceptar sus deslealtades.
No quiero perdonar.
No estoy dispuesta a entregar mi estandarte femenino.
Soy Olympia de Gouges,
ciudadana,
y el perfil de mi nombre en la insolencia.
Me sobra aliento para enmudecerlos,
porque ninguno ignora que las hembras son tan aptas para subir patíbulos
como para trepar a los estrados,
como para ascender a la elocuencia.
Me sobran fuerzas para descubrirlos,
para quitarles máscaras,
disfraces,
revelar sus perjurios,
sus estafas,
antes que llegue el tiempo del verdugo,
antes que la palabra desfallezca
frente a los filos del degolladero,
he de entrar a la muerte que me espera junto a los matorrales de la sangre,
sin un asomo de remordimiento,
la frente en alto,
la mirada intensa.

Teodora

Nacida hacia el año 502, su doble condición de actriz circense y de meretriz impidió en un primer momento el matrimonio con Justiniano hasta que se dictó una ley permitiendo el matrimonio entre clases sociales diferentes. Finalmente se convirtió en emperatriz del Imperio Bizantino. Gran legisladora, se encargó de dictar diversas leyes de corte feminista que protegieron ampliamente los derechos de la mujer. Un cáncer de mama terminó con su vida en el transcurso del año 548
Constantinopla – Imperio Bizantino (548)


No vengan a explicarme quienes somos ni de cuántos silencios nos nutrimos.
Lo aprendí en la más sórdida pobreza,
sobre los escenarios,
en el teatro,
desde la escena,
entre bambalinas.
Por eso es que les brindo a los bastardos
igual derecho que a los otros hijos para heredar los bienes de sus padres.
Por eso patrocino la igualdad totalmente asexuada,
sin franquicias.
No vengan a explicarme quienes somos ni de cuantos ultrajes nos nutrimos.
Lo aprendí en el más hondo sufrimiento,
amante tras amante,
puño a puño,
pena a pena,
caída tras caída.
Por eso es que me opongo a la ignominia,
humillaciones públicas,
vergüenzas.
Por eso impongo cárcel a los hombres que profanan,
violentan,
prostituyen el hambre contundente y su vigilia.
Soy Teodora.
Teodora de Bizancio.
De profesión acróbata, ramera, actriz, contorsionista, tejedora,
emperatriz consorte en el oriente,
sectaria, fraternal,
comprometida.
Vengo desde el abismo de la historia
arrastrando mi cuota de calumnias entre la hostilidad y el disimulo.
Traigo un cáncer ardiente,
apasionado,
carcomiendo mi pecho en rebeldía
y un paradigma de jurisprudencia para enseñarle al mundo quienes somos,
de cuánto compromiso nos nutrimos mientras hollamos por sus orfandades,
su intemperie de amor,
sus injusticias.

Rosa Luxemburgo

Nacida en Polonia, el 5 de marzo de 1871, fue activista del movimiento socialista en Polonia, Alemania y Rusia. Dirigió, inspiró, organizó movimientos obreros, levantando las banderas del socialismo internacional. El 15 de enero de 1919, en Berlín, la culata del rifle de un soldado destrozó su cráneo antes de que le dispararan un tiro a quemarropa y arrojaran su cuerpo a un canal. Tenía 48 años.
Berlín - Alemania (1919)


Tan lejos de Polonia.
Tan distante
de las persecuciones policiales mordiendo los talones de mi raza.
Tan alejada del primer refugio,
de los primeros tiempos del despojo.
Después de desandar tantas prisiones por culpa de este eterno compromiso,
después de tanta educación estricta,
después de tanta militancia
ardiendo en contra de conflictos codiciosos,
después de tantas voces en el viento
llamando a suspensión de actividades en todos los rincones de la tierra
para evitar que mueran los obreros en beneficio de los poderosos
estoy aquí,
sitiada por sus odios.
Soy Rosa Luxemburgo,
la judía,
la alemana,
la rusa,
la polaca,
eterna desterrada
socavando los cimientos del miedo sobre el polvo,
proclamando a la guerra una estrategia propicia al interés capitalista,
cuestionando el sistema democrático
si anda
la desconfianza
reflejándose en las utilidades de los votos.
Ya no puedo guardar,
bajo mi agobio,
mucho más que el desprecio a tu arrogancia.
Ya no poseo más que el pensamiento.
Mi patria
es un estado de vigilia,
un exilio en los huecos del insomnio.
Mi patria es territorio de la muerte cuajándose en el arma del verdugo,
es sonido de huesos fracturados,
un tiro de fusil
a quemarropa,
un desgarro en las pieles del arroyo.

Lady Godiva

Compadecida de los sufrimientos y apuros de sus vasallos, a los que su marido esquilmaba con tributos abusivos, se solidariza con ellos pidiendo a su esposo que rebajara sus impuestos. El conde accedió con la condición de que su esposa recorriese Coventry a caballo, sin más vestidura que sus largos cabellos. El día elegido, mientras ella cumplía su promesa, todos los pobladores permanecieron encerrados en sus casas, para no perturbarla en su desnudez
Coventry – Inglaterra (1040)


Vacía la ciudad ante mi paso.
Vacía la ciudad.
Nadie en las calles.
Nadie en los laberintos del mercado.
Corridos los cerrojos tras las puertas.
Ciega al fulgor la piel de las ventanas
mientras cabalgo
a lomos del silencio,
de esta pulcra piedad hecha convenio,
de esta caritativa desvergüenza exhibiendo mi ingente compromiso
con la fidelidad de la palabra
que empeñé por amor a tantas víctimas despojadas por tropas implacables,
por mesnadas de usuras,
por rapiñas inaugurando crueles abstinencias,
asolando sus breves esperanzas.
Yo soy Lady Godiva,
la señora.
Envuelta en el pudor de mis cabellos
transito entre discretas soledades a cambio de un gravamen en menguante
que permita el consuelo de la hogaza
porque ya es tiempo de pensar un mundo regido por preceptos solidarios
donde no nos oprima la injusticia,
ni la postergación nos avasalle con eclipses de pena acantilada.
Porque ya es tiempo de parir conciencia,
de engendrar cada honesta rebeldía con esperma de cielos perentorios;
desnuda,
desafiante,
responsable,
avanzo bajo el sol,
hacia la plaza.

María Sklodowska

Nació en Varsovia, el 7 de noviembre de 1867 en la ciudad de Varsovia. Para tener acceso a la Universidad debió trasladarse a Francia. Allí descubrió el polonio y el radio, preparó un doctorado en ciencias sobre la radiación y fue la primera mujer que enseñó en La Sorbona. Recibió dos veces el Premio Nobel. Considerada la mujer de ciencia más notable de la historia y una de las benefactoras más modestas de la humanidad, murió el 4 de julio de 1934, a causa de la leucemia provocada por su continua exposición a las radiaciones. Tenía 66 años de edad.
Sceaux – Francia (1934)


Envuelta en los vapores que hostigaban
con sus dedos de niebla mi garganta
cegando,
sofocando,
destruyendo cada tenaz repudio de la sangre,
desovando su enigma entre las manos,
ofrendé mis insomnios al rastreo
y no experimenté más sensaciones que una ansiedad por verlo,
por tocarlo,
por sentirlo a mi lado en la barraca,
por tenerlo ante mí,
como un milagro.
Así expuse el valor de mis renuncias
y así auguré la furia de los rayos a través de espesuras minerales,
y extravié la existencia,
los relojes,
el dolor,
los mareos,
el cansancio.
Y aunque escogí este sitio en lo invisible como destino de las soledades,
mi nombre de mujer sin ambiciones fue impugnado por celos,
fue proscrito,
fue minuciosamente invalidado
en claustros,
sociedades,
academias,
estrictos territorios de los hombres.
Soy María Sklodowska,
la polaca,
una mujer que anduvo por la vida cubierta de virtuoso anonimato.
He venido
a entregar a los panteones
mi cuerpo lacerado por el radio al que tanto escruté.
Traigo mi muerte a ocupar su sitial en los silencios.
Lejos de panegíricos ociosos y molestos honores funerarios

Juana de Arco

Nacida alrededor de 1412, esta mujer notable, valiente, vigorosa y con una gran fe, convenció al rey Carlos VII de que expulsaría a los ingleses de Francia y éste le dio autoridad sobre su ejército. Luego de varias victorias fue capturada por los borgoñones y entregada a los ingleses. Los clérigos la condenaron por herejía y condenada a ser quemada viva, sentencia que se cumplió en la ciudad de Ruán, a las 09:00 de la mañana del 30 de mayo de 1431. Tenía 19 años.
Rouen - Francia (1431)


Prisionera del odio,
Señor mío,
estoy pagando el precio de las voces que enviaste a mí cuando aún era una niña,
a tal cotización en sufrimiento,
en mortificaciones,
en insultos,
que lacerada por tan cruel martirio
he puesto a prueba cada testimonio y salido a la audiencia
día tras día
proclamando lo santo de tu nombre ante el rostro perverso del verdugo.
Escúchame Señor,
soy la doncella que buscaste en Orleáns.
Soy Juana de Arco.
Cabalgué a la vanguardia de los hombres cuando cundía la desesperanza,
legitimé la luz de los augurios
y ahora me acusan de maldad sin tregua,
de tratos con Satán,
de brujería.
En tus manos descansa esta sentencia firmada por envidias alevosas
que urden farsas de indicios y perjurios.
No permitas que muera injustamente
inmolada en las llamas de este infierno ampollando mis pieles,
carcomiendo,
reduciendo mi carne a los muñones donde el dolor no encuentra su refugio
mas si debo morir de esta manera,
permíteme el consuelo de tenerte junto a mi corazón apasionado,
permíteme la gracia de invocarte hasta la entrega,
el desfallecimiento,
hasta el final de todos los susurros

Agnes Gonxha Bojaxhiu

Nacida en 1910 en Skopje, Albania, esta mujer, extraordinario ejemplo de trabajo compasivo y generoso por los pobres, los enfermos y los marginados de la sociedad se hizo famosa en todo el mundo por su desinteresado trabajo con "los más pobres de los pobres". Falleció en la ciudad de Calcuta, víctima de un ataque cardíaco, el 5 de septiembre de 1997
Calcuta – India (1997)


Siempre busqué tu rostro entre los pobres,
perseguí,
en la intemperie,
tus dolores,
tu martirio quemante,
tu paciencia,
la huella de tu cuerpo
en los umbrales donde la muerte es sólo un hambre oscura,
siempre busqué la luz de tu mirada,
la mansa dignidad de tus tormentos asediada por siglos de injusticia
y esa cierta tristeza,
ese destierro hacia la brevedad de la amargura.
Así te hallé en la carne del leproso al que socavan garras invisibles,
en el hedor que asfixia,
en la vigilia,
en las placas de espesas purulencias horadando las pieles con sus pústulas,
en la debilidad de los ancianos,
en el hacinamiento,
en callejuelas donde la dignidad es profanada
con la complicidad de un patrocinio vigente en el revés de la ternura.
Soy Teresa,
la madre misionera,
la que mordió su espanto impenitente,
la que brindó su vida,
a borbotones,
mientras cargaba sus perpetuas cruces,
sus plegarias,
sus llantos,
sus penurias.
Una mujer sitiada por las sombras,
por los votos rasgados,
lo infecundo,
por las desolaciones interiores donde se abisma el alma en el silencio
y la esperanza es siempre una armadura.
Te busqué en lo profundo de la noche,
entre los no deseados,
los no amados,
los no reconocidos de la tierra.
Llámame por mi nombre verdadero,
el nombre que aguardé
toda mi lucha.

Isabel Tudor

Cuando apenas contaba dos años y medio de edad, su madre fue acusada de adulterio, condenada a muerte y ejecutada por orden de su padre, quién, al día siguiente la declararía bastarda y contraería un nuevo matrimonio. Fascinante símbolo de la alianza excepcional de las cualidades más brillantes y más contradictorias, ocupó durante 44 años el trono de Inglaterra. Insomne y debilitada por la resistencia opuesta ante la muerte, dejó de existir en medio de crueles tormentos. Tenía 69 años.
Richmond – Inglaterra (1603)


Me niego a bien morir.
Aunque me emplaces.
Aunque jales con dedos cadavéricos mis escasos cabellos.
Aunque reptes paredes,
como araña,
acechando mi sueño en los rincones.
Soy Isabel I de Inglaterra.
La última Tudor.
La reina virgen.
Disimulo
detrás del maquillaje
cicatrices que el tiempo ha dibujado contra las superficies del azogue
y bajo la opulencia de mis faldas,
mi lunario amputado,
mi deshonra,
el repudiado vientre,
ese desierto,
ese canibalismo avasallante consumiendo el temblor de mis embriones.
Soy una experta en derrotar las sombras que me expulsan de todas las estirpes,
que me nombran bastarda,
ilegítima del capricho sexual de un homicida
y la ingenua ambición de su consorte.
Soy la última Tudor,
la mujer rota.
Me debato en el lecho,
me resisto,
me humillo hasta la fiebre,
me envilezco,
me rehúso a entregarte esta vigilia que te persigue por los corredores.
Ven y toma mi vida,
si te atreves.
Morderé tus mejillas,
tu garganta,
te arrancaré los ojos con las manos.
Soy la última Tudor.
Aún no ha nacido la muerte que me llame por mi nombre.

Dolores Ibárruri

Nacida en Gallarta, Vizcaya, importante centro minero, a temprana edad se suma a los movimientos obreros que defendían los derechos de los trabajadores, ideales que no abandona hasta su muerte. Vestida siempre de negro, Pasionaria fue una verdadera adicta a la lectura que así afirmó su vocación política, encauzándola a través del periodismo de partido. Tuvo seis hijos, de los cuales le sobrevive sólo una mujer. Puesta a elegir, sacrificó sus ideales políticos a su vida sentimental. Murió en Madrid, en el transcurso del año 1989. Tenía 94 años.
Madrid – España (1989)


He venido muriendo casi un siglo.
Tantas muertes he muerto
que esta muerte me encontrará más viva que ninguna.
Me encontrará
buscando entre las ruinas
lo que ha quedado en pie de aquellos sueños.
He sepultado cinco de mis hijos.
Cinco veces he muerto.
Cinco veces.
Cargo este luto hecho a la medida de todas las infamias,
los olvidos,
las ausencias que lloro en los inviernos.
He defendido a un pueblo fatigado surgiendo de las minas,
de las fábricas,
desde los codiciosos latifundios.
Un pueblo que se aferra a la esperanza en medio de un oscuro desaliento.
He abrigado su sólida impotencia,
el dolor visceral de un hambre sólida,
sus carencias,
sus fiebres,
sus sudores,
sus revueltas obreras sofocadas por la furia impiadosa del ejército.
He abjurado de toda cobardía,
toda falta pasada o venidera que me aleje un instante de la lucha.
Soy Dolores Ibárruri,
la vasca,
la que anduvo las sendas del destierro.
Soy madre,
soy mujer,
soy militante.
Mi coraje establece barricadas contra la sumisión,
contra la entrega,
contra la mansedumbre empobrecida que se nutre en las médulas del miedo.
He nacido del fondo de esta tierra,
austera como encinas
y castaños
y madroños robusteciendo hogueras,
férrea como sus férreos minerales y su oleaje cantábrico en el viento.
Soy Dolores Ibárruri,
la vasca.
He venido muriendo casi un siglo.
Una centuria de despojamientos hasta llegar aquí,
sola,
vacía,
en la impecable orilla del silencio.

Capítulo III - Nombres en los silencios

Malintzín

El 15 de marzo de 1519, la princesa Malintzín, vendida como esclava por su propia madre para eliminarla de la línea sucesoria, es entregada por sus señores, los caciques de Tabasco, como prueba de sumisión ante Hernán Cortés. Tenía 19 años.
México (Tabasco)


Mucho lloré de llanto desgarrado,
mucho sufrí debajo de mis pieles ocultando el espasmo de la angustia
para que nadie diera testimonio de mi fragilidad,
de mi impotencia abdicando por siempre a la esperanza.
Mucho lloré de sórdidos agravios
al profesar los hombres su deseo de penetrar mi vulva desvalida,
de copular entre mis muslos quietos,
de someter mi sexo
a pura noche
con la intención de doblegarme el alma.
Mucho lloré en la hondura de la pena por el repudio de mi propio pueblo,
por el vientre desleal que me pariera para la soledad,
para el espanto,
para el despojo de mis decisiones con la complicidad de estas amarras.
Mucho lloré de amargo desamparo.
Mucho temblé de anónimas vergüenzas antes de que arribaran otras lenguas con su misión de llave sin orilla,
a poblar la región de la memoria con la sonoridad de sus palabras,
antes que derrotaras a los dioses cabalgando el coraje de tus bestias,
centauro de mi amor estupefacto,
señor del corazón,
ojos huraños,
manos de repentinos egoísmos,
labios de lejanías,
de distancias.
Mucho lloré antes de tu presencia,
antes de compartir los desenfrenos,
en el advenimiento de las lunas que renuevan el eco de tu sangre;
antes de compartir tus evangelios,
tus latrocinios,
tus empalizadas.
Malintzín es el nombre que me dieron,
sin agua milagrosa
ni señales.
La identidad secreta de mi estirpe naciendo a su descalza servidumbre por apetencia de tus desvaríos.
Mi nombre de blasfemia acantilada.

Juana Azurduy

Después de luchar con gran coraje en la guerra de la independencia y asumir el mando de la guerrilla con el grado de Coronela en virtud de su “varonil esfuerzo; de haber perdido a sus cuatro hijos como consecuencia de las fiebres, de dar a luz a otra, en medio de traiciones, defendiendo su vida a fuerza de sablazos, el 15 de mayo de 1817, Juana Azurduy rescata y desciende la cabeza de su esposo de la pica donde se la exponía como escarmiento, para darle cristiana sepultura. Tenía 37 años.
Bolivia (La Laguna)


Después de la malaria que saqueara mi corazón de madre y tu cordura,
de ofrendar cuatro cuerpos,
cuatro nombres
a las viejas matrices de la tierra
sin mayores liturgias ni rituales que un grito visceral,
encallecido,
después de sepultar a nuestros hijos;
después de haber parido a la pequeña en aquella barranca solitaria
mientras andaba la traición
husmeando con su hocico de bestia amenazante y una turba de lenguas en sigilo;
de luchar por mi vida
y por la suya
con toda la fiereza de esa sangre que lamía mis muslos temblorosos,
mis carnes extenuadas,
mi vigilia;
después de cabalgar sobre mi potro los caminos del aire
en un aullido,
de zambullirme en aguas turbulentas,
de ganar,
a empellones,
la ribera donde mi gente cuida la esperanza,
el sueño aquel que abandoné en sus brazos,
el gesto de inocencia vulnerable habitando en la orilla del exilio;
después de haber vagado por los montes mordiendo deslealtades,
apretando cada conspiración entre los dientes,
todavía restaba esta batalla por vencer la impiedad de los verdugos,
por salvar tu cabeza del martirio;
todavía faltaba esta condena de contemplar tus órbitas vacías,
tu rostro devorado por gusanos,
tus mejillas expuestas al ultraje,
a la oscura apetencia de los buitres desgarrando tus pieles con sus picos;
de rescatar,
al fin, de su deshonra,
la prueba irrefutable de tu ausencia.
Juana Azurduy me llaman.
Soy la hembra al mando de un ejército en harapos,
la amazona salvaje,
vagabunda,
con sólo su dolor por domicilio.

Blanca Aráuz

Blanca Aráuz, telegrafista, guerrillera y consejera del general Sandino, quien ya había sufrido la tragedia de perder dos hijos varones durante su militancia en la montaña, muere al dar a luz a su hija Blanca Segovia, en la mañana del 2 de junio de 1932. Tenía 24 años.
Nicaragua (San Rafael del Norte)


Está naciendo junio en Nicaragua.
En torbellinos,
lenguas de sol sucio filtran las hendiduras del ramaje
mientras mi vientre puja sus delirios
las toscas orfandades de una ausencia que inaugura siniestros derroteros,
mientras mi vientre puja los apremios de esta vida engendrada en las montañas
cuando
yaciendo junto a los helechos,
el amor rubricaba sus convenios con aristas de semen perentorio,
con torrentes de luna en cautiverio.
Tendida en la liturgia de mi muerte,
he extraviado el camino hacia los túmulos donde yacen los hijos que cayeron huyendo de una bala a quemarropa,
un golpe impredecible de tortura,
las hordas desveladas de los miedos.
Sólo pujo estos coágulos quemantes
en tanto el ángel de la sombra llega,
derrama el agua santa en los rincones,
invierte las pisadas,
quiebra ortigas,
desgarra con sus dedos descarnados la urdimbre de mis pobres amuletos.
Preñado ya de su traición cercana,
Sandino expirará
de carne abierta,
abatido a la vuelta de un tratado por la seca impiedad de los fusiles que lo acechan detrás de barricadas donde el engaño ríe,
satisfecho,
donde los mercenarios justifican sus concesiones,
sus venalidades,
muerden la dignidad del continente entre fauces de dientes amarillos,
muestran sus claudicantes estertores ante el odio que exige un escarmiento.
Y yo aquí,
Blanca Aráuz,
la guerrillera,
pariendo este silencio que me nombra con aullidos de fiebres puerperales
por haber emprendido la osadía de perpetuar su sueño,
a pura sangre.
En Nicaragua, junio está naciendo.

Ana Soto

Llevándose a la muerte las letras de su nombre verdadero, la cacica Ana Soto, jefa de los indómitos cámagos y gayones que lucharon bajo su mando contra los encomenderos españoles en defensa de libertad y territorio, ha sido condenada a morir por empalamiento. En Barquisimeto, amanecía el día 6 de agosto de 1668.
Venezuela (Barquisimeto)


No aullaré de dolor
pariré al viento mi grito de guazábara,
mi grito de guerrillera indómita,
salvaje,
condenada al tormento de la carne horadada por una pica abrupta antes que por ser odio,
por ser hembra;
y por haber alzado rebeliones contra el agravio de sus encomiendas ávidas de cosechas,
de terrones,
de espaldas doblegadas bajo el látigo que traza cicatrices,
nervaduras,
sobre las desolladas obediencias.
Me llaman Ana Soto,
la cacica con dos mil voluntades a su mando escindiendo grilletes,
eslabones.
Me llaman Ana Soto,
la insurgente,
sentenciada a esta muerte,
a esta deshonra de vértices y crestas sin fronteras,
a esta muerte alevosa,
a esta muerte de coágulos oscuros,
de estertores rodando entre los muslos afiebrados,
arrastrando las letras de mi nombre entre los ecos de sus carcajadas que huelen a inmundicia y a blasfemia.
No aullaré de dolor.
Morderé el labio hasta dejar las huellas de los dientes en el hueco amarillo,
en las espiras,
en la médula misma del silencio,
en las esferas rotas del olvido donde he de redimir tanta tiniebla;
desafiando el olor de la derrota a pura luna,
a voluntad tajante,
a zarpazos de arcilla en rebeldía,
presintiendo la edad del latrocinio desde este horror de cruenta empaladura,
esta infamia de vísceras abiertas.

Frida Kahlo

Frida Kahlo fue una célebre pintora mejicana dueña de una singular personalidad, caracterizada desde su infancia por un profundo sentido de la independencia y la rebelión contra los hábitos sociales y morales ordinarios, movida por la pasión y la sensualidad. Aunque activamente bisexual, contrajo matrimonio y sostuvo una relación basada en el amor, las aventuras con otras personas, el vínculo creativo, el odio y un divorcio que solamente duró un año (1940-1941) Tenía 33 años.
México (Coyoacán)


Mi amor no es más que amor.
Es un reflejo.
Extensiones de azogue donde reptan los sexos condenados por la luna,
las manos sentenciadas para siempre a robar las caricias,
las miradas,
las pieles de un designio tempestuoso.
Mi amor es este hierro que penetra la aridez de los úteros,
la yerma heredad de los nombres no nacidos,
de los rostros perdidos en las nieblas vagando por desiertos horizontes,
el testimonio mudo del despojo.
Mi amor es este ambiguo territorio donde soy lo que soy.
Yo.
Frida Kahlo,
engendrada a la imagen de los seres que combaten los gestos repetidos en la inmovilidad de las costumbres
como un volcán de enigmas alevosos.
Mi amor no es más que amor,
a rajatabla,
a contradios,
a contrangustia,
a contraviento.
Una lanza de amor atravesando mi tiempo de esqueletos amarillos
mientras toda la vida se reseca
y toda muerte aguarda en duermevelas bajo el vacío de los …
Mi amor es este enjambre de colores hendiendo un corazón que se desangra en la azul soledad de los espejos,
que ramifica trenzas como noches entre lazos ardientemente alegres enmarcando el tormento de mis ojos.
Mi amor no es más que amor,
fuego del alma,
necesidad quemante entre los muslos,
estampida de luz que se dispersa sobre las avenidas del instinto destrozando capullos a mi espalda,
y el deseo insaciable de mis lobos.

Minerva Mirabal

El 25 de noviembre de 1960, Minerva Mirabal, defensora del ideal de un gobierno democrático, muere destrozada a golpes antes de ser arrojada a un precipicio dentro del vehículo en el que viajaba junto a dos de sus hermanas. Tenía 34 años.
República Dominicana (La Cumbre)


Morir así,
de sangre estrangulada,
impulsada
a empellones
por sicarios que me conducen fuera del camino
para que no presencie el sacrificio de mis desventuradas compañeras
ni contemple sus crueles agonías.
Morir así,
de hueso machacado,
observando tus manos de verdugo consumar los rituales de la sombra,
ultimar mi esperanza en la espesura,
cumplir cada precepto de los odios con mazazos de furia desmedida.
Morir así,
de corazón marchito,
de desafiar las voces del tirano,
de promover lecturas que entretejan la pura resistencia de los sueños,
desvergonzadamente transeúnte de mis desvergonzadas rebeldías.
Morir así,
de libertad llameante,
cayendo a las entrañas del abismo en un vuelo de espanto amortajado,
culpable de atreverme a la defensa de tantos ideales prisioneros entre murallas de penitenciarías.
Morir así,
sintiendo que es inútil empecinar el llanto
o la plegaria
ante este ardor de brazos indefensos,
párpados tumefactos,
estertores,
gargantas taladradas por el vómito,
úlceras detonando en las mejillas.
Morir así,
sabiendo que es inútil,
en esta latitud del exterminio,
hallar otro refugio que el silencio
porque esta dignidad será estandarte
flameando en el lugar donde la infamia alza tu acantilada alevosía.
Minerva Mirabal,
ese es mi nombre.
Soy el rostro que rondará tus noches cuando las lunas del remordimiento desborden la orfandad de tus trincheras con la memoria de mis cicatrices.
Soy quien habitará tus pesadillas.

Rufina Alfaro

Aunque no se encuentran papeles que certifiquen su existencia, la memoria colectiva de los panameños coloca a Rufina Alfaro al frente de la revuelta que la población levantara contra el dominio español, el 10 de noviembre de 1821. De hermosa presencia y finos modales, traiciona a su amado, capitán en jefe del asentamiento hispánico, en aras de la libertad de su pueblo. Tenía 17 años.
Panamá (Villa de Los Santos)


Yo soy Rufina Alfaro.
Este fantasma que marcha a la vanguardia de los sueños.
Porque no existen nombres,
ni bautismo que atestigüe mis huellas en la arena
aquellos días en que el pueblo erraba reclamándole al cielo lo legado,
la heredad de su reino,
los follajes donde la libertad se multiplica en concilios de pájaros rebeldes,
los soles promoviendo amaneceres,
despeñando la luz
a manos llenas
sobre el deslumbramiento de los párpados.
Opté por abdicar a los susurros,
al refugio de amor donde sus labios aguardaban mi cuerpo sin censura,
el singular vaivén de mis caderas,
el contorno de invierno que apresaba el perfil de mi adiós en el ocaso.
Opté por renunciar a las miradas,
las caricias, los gestos, las promesas.
Es que la Patria demandaba un sitio donde nacerse,
donde cobijarse,
donde amarrar su nombre de campana,
su identidad de lumbre,
su milagro.
Y la Patria no deja alternativa si espera,
inerme,
al pie de un tamarindo,
con sus ojos de madre solidaria,
con sus ojos de insomnios,
de congojas,
sus ojos sin sosiego donde anida la tristeza desnuda de algún llanto.
Y aún siendo analfabeta,
campesina,
hembra entre la arrogancia de los hombres,
encabecé la audacia,
el heroísmo
y alcé mi puño al viento,
alcé mi puño hacia las deslealtades de la historia.
Rufina Alfaro soy.
Rufina Alfaro.

Manuela Sáenz

El 23 de Noviembre de 1856, Manuela Sáenz, revolucionaria participativa en la independencia americana, quién compartiera ideales, batallas y lecho con Simón Bolívar, muere de difteria en el puerto peruano de Paita. Tenía 59 años.
Ecuador-Perú (Paita)


Soy la bruja de Paita,
la hechicera que ha de morir ahogada entre las fiebres
después de tanta lucha,
tanta furia,
tanta sangre vertida en los abismos de esta tierra en harapos,
de esta tierra
descalza hasta la médula doliente.
Soy la fiera adversaria,
la enemiga que ha de entregar el alma a los silencios donde habita el fantasma del olvido,
la expatriada que ha de entregar su carne a las llamas tajantes de esa pira que eleva su estatura en la intemperie;
la ecuatoriana loca,
la rebelde
condenada al sigilo de la historia,
responsable de andar enarbolando banderas de idearios imposibles,
de mutilar intrigas y traiciones con un filo de lenguas contundentes.
Una vez fui la hembra cabalgando las noches encendidas de un guerrero que extravió su pasión entre mis muslos,
la mujer que mordía su cintura,
que arrancaba gemidos desgarrados a la agonía breve de su vientre.
Una vez fui la mano que calmaba los espasmos desnudos de la muerte con paciencia de láudano furtivo
mientras la falsedad se enmascaraba
y una literatura panfletaria apretaba los puños y los dientes.
Una vez fui soldado,
coronela,
trasladaba en arcones la tormenta,
la unidad de los pueblos,
los relámpagos,
por los senderos ásperos de América;
custodiaba la huella de los sueños,
la tinta adusta,
la palabra urgente.
Soy la sombra de Paita.
Soy la sombra
sin sepulcro ni cruces ni plegarias.
El fuego está aguardando por mi nombre.
Yo soy Manuela Sáenz.
Soy Manuela.
A lomo de violentos desvaríos vengo a entregar mi vida irreverente.

Luisa Capetillo

Si bien suele recordársela por el hecho anecdótico de su encarcelamiento en Cuba debido al uso de vestimenta masculina, Luisa Capetillo, periodista, escritora, sufragista, feminista, detractora de la pena de muerte y defensora del amor libre fuera del matrimonio, vivió de acuerdo a sus principios. En el año 1907 comenzó a recorrer campos y barrios trepándose a tribunas y dando cátedras de libertad a los trabajadores desde su militancia anarquista. Tenía 28 años.
Puerto Rico (Arecibo)


Soy Luisa Capetillo,
sediciosa,
coherente con discursos y proclamas,
presintiendo los músculos del miedo tensando su vigilia en mis principios,
en cada transgresión a los preceptos que sostienen indignas estructuras.
¿En qué momento comenzó mi historia?
¿En cuál instante?
¿Bajo qué zodíaco me engendró la palabra que no cesa
en esa identidad de los destellos donde aún se abastecen los relámpagos
y se ejerce la luz a contrafuria?
Soy nada más que el eco de mis voces reclamando alfabetos,
equidades,
libertad de matriz,
de pensamiento,
de horizontes,
de vínculos,
de género,
de abstinencia de látigos rabiosos azotando la espalda de la hambruna.
¿Quién me parió a los días circundantes
deshilachando urdimbres de obediencia con aristas de sílabas hostiles?
¿Quién me nombró custodia de la vida,
del amor sin dominio,
del sufragio,
en la insomne extensión de las tribunas?
Soy apenas el eco de mi nombre repetido en el viento americano.
Informando,
advirtiendo,
revelando cuánto dolor propicia la ignorancia,
cuánto sometimiento la apatía,
cuánta desolación,
cuánta penuria.
¿En qué momento comenzó la historia de esta mujer sin Dios,
que no se postra,
a la que llaman Luisa Capetillo,
adversaria de cepos y cadenas,
alzando desde el fondo de la historia su agreste dignidad de hembra rotunda?

La concubina

En el siglo XIX, la concubina del ex gobernador de Goiania asume la responsabilidad de la supervivencia familiar cuando su amante, ante el tremendo desafío de enfrentar los prejuicios sociales que lo esperan en la metrópoli, opta por el suicidio.
Brasil (Río de Janeiro)


Aquí,
frente a tu cuerpo de ceniza
escojo ser la huérfana del llanto,
escojo ser la sombra inescrutable aguardando un indicio,
alguna huella
que me ayude a indultar la cobardía que abrió tu sien
a furia de pistola,
escojo ser un rostro en el desvelo
cubierto de crespones funerarios que ocultan la fiereza del repudio,
escojo ser esta mujer de escarcha
de pie en la deslealtad de tus ausencias,
de pie en la soledad de la deshonra.
Aquí,
frente a tu cuerpo sin unciones,
soportando el puñal de los prejuicios
merodeando un abismo de locura,
descubro el poderío del relámpago quebrantando esqueletos de promesas gestadas en la hondura de la alcoba.
Cuando al amor no lo llamaban culpa,
lujuriosa emboscada del pecado,
perentoria indecencia de la carne.
Cuando el amor era un andar sereno hacia la claridad de las hogueras donde el alma encendía sus auroras.
Aquí,
frente a tu cuerpo amortajado,
represento mi rol de concubina responsable por todos mis bastardos
mientras afila la impiedad sus ojos,
amartilla el oprobio cada día
y la insolencia
una crueldad viscosa.
Cargo,
en mis venas,
sangre en rebeldía,
sangre sobremuriente a los estigmas en estas coordenadas del despojo,
sangre de antiguas sangres agredidas por las voracidades de tu raza,
sangre sin religión y sin idioma,
sangre que no sucumbe a la intemperie
ni a las inexorables soledades con que habré de luchar cuando tu rostro habite para siempre en el silencio,
se transforme en un óvalo de niebla,
tras el cristal
azul
de la memoria.

Mariana Grajales

Corría el mes de mayo de 1869. Mariana Grajales, mujer de extraordinario temperamento, que transmitió a sus numerosos hijos, por herencia directa, el valor, la entereza, la serenidad, el arrojo; que participó de los duros sufrimientos del campo de batalla, de las largas y angustiosas jornadas de la guerra para curar en los hospitales de sangre, ante la tumba recién abierta de su esposo y uno de sus hijos, con dos de ellos heridos de gravedad y otro ensangrentado y moribundo, toma entre sus manos el rostro del más pequeño para advertirle que ha llegado su tiempo de incorporarse a la lucha. Tenía 51 años.
Cuba (Hospital de sangre)


En el alba de cada nacimiento,
cuando enterraba lunas en la arena a cambio de destinos,
de señales cabalgando las pieles de la historia,
en la extraña inquietud de los destierros,
urdí su identidad de abanderados.
Desde los besos sobre el crucifijo,
juramento,
promesa de su entrega,
de su razón de vida,
su coraje,
su esplendor de relámpagos o aceros
guillotinando algunas deslealtades con violencia de amor acantilado,
los conjuré a morir por esta idea llamada libertad,
canté sus salmos como quien legitima una liturgia,
como quien dignifica la palabra
aunque crujían humus de exterminio debajo de los pies,
hacia el presagio;
les transmití las cepas de mi furia,
las altas coordenadas de la sangre,
su linaje de arcilla,
a contraultraje,
las garras de una estricta militancia,
y ejércitos de coágulos,
de hedores apremiando rituales funerarios;
les impuse rigores de intemperie,
resistencia de Patria en las vigilias,
batallas redimidas,
pulso a pulso,
contra los enemigos de sus sueños
y sigo aquí,
tenaz sobremuriente,
junto a sus pobres cuerpos derribados…
Yo, Mariana Grajales,
madre oscura,
perpetuo corazón en rebeldía,
ocultando el desgarro de mis vísceras a las fauces salvajes de la muerte,
oculto este dolor,
lo disimulo
bajo el rictus severo de los párpados.

Ana Díaz

El 11 de junio de 1580 vuelve a fundarse la ciudad de Buenos Aires. Entre los cincuenta y cuatro pobladores, tanto mestizos como criollos, hay una sola mujer. Su nombre es Ana Díaz, paraguaya, mestiza, joven, viuda, iletrada, pero tan decidida y temperamental que fue capaz de hacer valer sus razones personales ante el fundador para que la incluyera entre los integrantes de la expedición.
Paraguay (Asunción)


Junto al mar de Solís,
mis osadías,
mi identidad gestada en la intemperie bajo cielos de estupros,
mi presencia en espacios de lunas con mordazas
y horizontes de espinas como redes controlando la furia de los pájaros.
Entre las lobregueces de la historia,
una huella de voces contra el viento sobre el apareamiento de la espuma,
sobre el dolor que rompe y la profunda sonoridad del agua y sus embates
sin respiro ni tregua ni descanso.
Junto al mar de Solís.
Junto a un puñado de sueños semejantes,
mis enaguas,
mi aroma a soledad,
los territorios donde alzaré el perfil de mis sudores,
el desnudo solar donde el destino oficiará de muelle al desarraigo.
Hija del desamor,
de la ascendencia bastarda de la selva.
Hembra sin hombre.
Espesura de abismos y derrotas atestiguando el nuevo asentamiento
de esta ciudad que fuera asesinada por colmillos de hambrunas y contagios.
Junto al mar de Solís,
con las arterias ahítas de esta sangre no admitida,
por la memoria de las injusticias
y algún resto de ultraje entre los dientes que lo muerden,
lo oprimen,
lo encarcelan,
lo desnucan a golpes de cadalso.
Por las cronologías de la nada
mi nombre
hecho de greda a la deriva
documentado en actas y escrituras:
Ana Díaz, primera fundadora, mujer, mestiza, viuda, analfabeta,
y la tenacidad de sus relámpagos.

Anastasia, princesa de Angola

Indignada ante los ultrajes sufridos por las esclavas negras, Anastasia, princesa de Angola, mantuvo una valiente actitud de protesta. Condenada por ello a portar mordaza de cuero y collar de hierro, muere por la infección de las heridas que el metal le provoca. Corría el mes de enero de 1601.
Brasil (Bahía/Río de Janeiro)


Por negarme a callar,
por no rendirme,
por no entregar mi dignidad a cambio de evitarme el dolor de la gangrena en un silencio impuesto por mordazas,
por asumir la voz de las mujeres cuando hay profanaciones al acecho,
a la sombra de alguna borrachera,
detrás de la lascivia,
entre disputas,
bajo la alevosía de los látigos,
a punta de pistola, de cuchillos,
de puños como piedras,
de hemorragias,
a espaldas de la alcoba y los preceptos.
Por negarme a besar aunque mi cuerpo se rompía a pedazos,
aunque el odio colmaba mis entrañas de ojos claros
una vez
y otra vez
abofeteándome
ulcerando mis labios,
mis mejillas,
desgarrando mi carne hasta el tormento;
empalándome al polvo de la noche,
a las escarpaduras del insomnio que atraviesa,
que horada,
que perfora,
que escarba en el reverso de los muslos y en los desfiladeros de las fiebres
con embates de furia sin sosiego.
Estoy aquí,
comida por las llagas que provoca el metal contra las pieles,
sin poder pronunciar ninguna queja en el idioma de las cicatrices
que dibujan el rostro de la muerte suspendido en la atmósfera de enero.
Ya escucho sus pisadas en la arena
y el eco repetido de mi nombre
perdido entre las jarcias de aquel barco que me arrojó al umbral de la deshonra.
Después de tanta ausencia,
estoy llegando
junto al árbol tribal donde me espero

Francisca Pizarro

En el año 1539, Francisca Pizarro, hija del conquistador del Perú y la princesa inca Quispe Sisa Huayla Yupanqui, sobrina de Huáscar y de Atahualpa, considerada la primera mestiza del Perú, es arrebatada de los brazos de su madre para ser educada como española. Quien se convertiría luego en una mujer hábil, astuta, decidida a conseguir sus propósitos, capaz de atreverse a reclamar ante la corona todos los derechos y privilegios heredados de su padre, tenía solamente 5 años.
Perú (Jauja)


Quiero saber qué haré con los torrentes,
con los desmesurados remolinos,
con la insurgencia repatriando coágulos desde las coordenadas del sigilo donde fui ungida coalición,
alianza,
en la genealogía del verdugo.
Quiero saber qué haré con tanto eclipse
cuando no queden rastros de los mitos con que la lengua de mi madre hiere la viscosa textura de las noches
para alejar del lecho los fantasmas de cuellos quebrantados por perjurios;
de ruegos infructuosos,
de estupores,
de afiladas traiciones,
de uñas ávidas,
de cruentos exterminios,
del harapo dibujando su paso entre las piedras cargando,
en sus espaldas agobiadas,
el desmedido peso del tributo.
Quiero saber qué haré con los volcanes
cuando no queden huellas del silencio con que los ojos de mi padre otean el corazón desnudo de su infancia huyendo a lomo de tristezas hondas
por sendas de orfandades y repudios;
cuando no quede indicio de mi sangre amarrada al corcel de los suplicios hasta ceder baluartes,
amatistas;
hasta aceptar la muerte de los dioses consumada en hogueras,
a estocadas,
contorsiones de espartos y patíbulos.
Quiero saber qué haré con los diluvios
cuando apenas derive en mis arterias esta quietud de pena,
de destierro,
esta contradicción,
esta vergüenza naciendo a la promesa del calostro desde la furia de mis semilunios.
Soy Francisca Pizarro,
la mestiza,
herida a historia abierta supurando su intensa dualidad de luz y sombra,
su herencia de orfandad,
de desamparo
aullando con las voces de la tierra entre los laberintos del mendrugo.

Rosa Lee Parks

El 1 de diciembre de 1955, Rosa Lee Parks, militante por los derechos de las personas de color, se niega a ceder su asiento de colectivo a un hombre blanco que se lo reclamaba en función de la ley. Tenía 42 años.
Estados Unidos (Alabama)


Regreso arrebujada en un cansancio que llega de otras lunas,
de otros tiempos,
de otras tumbas con nombres olvidados,
de otros pies mutilados por machetes,
de otras espaldas casi desolladas por la furia del látigo infamante.
Regreso arrebujada en un cansancio que llega de otros rostros,
de otras pieles,
de otro temblor de carne con gusanos padeciendo en la entraña de algún barco
antes de ser hundido en el oleaje como ofrenda al demonio de la sangre.
Regreso arrebujada en un cansancio que llega de otros días,
de otras muertes,
de otras mujeres rotas,
degradadas por la lujuria hipócrita del amo
y su crueldad de estupros,
sodomías,
prepotencias de falo amenazante.
El autobús recorre
lentamente,
los tranquilos suburbios de Alabama
mientras me esfuerzo en recordar los sones de la canción de cuna que entonaba antes que me raptaran de mis sueños
y arrojaran al viento mi lenguaje;
antes que sometieran,
con cadenas,
la natural cadencia de mis pasos
antes que me prohibieran las miradas,
compartir las aceras,
la enseñanza,
yacer en el pesar de la fatiga sin abonar el diezmo de un ultraje.
Entonces miro al hombre que me mira reclamando una huella de obediencia
y escucho un no viniendo desde lejos,
un no seguro, sólido, prolijo,
capaz de cercenar cada cerrojo con filos de igualdad inexorable.
Y yo,
Rosa Lee Parks,
la costurera,
ante el asombro gris de los viajeros,
aguardo por la ley
y los garrotes
y las noches de cárceles estrictas
y el murmullo de un pueblo en movimiento reclamando sus hoscas libertades.
Poema seleccionado por Concurso Internacional Latin Heritage Foundation para su Antología 2011

Capítulo IV - Nombres en los eclipses

Alicia Moreau

Médica ginecóloga, pacifista, pionera de la integración femenina al quehacer político argentino y constructora de las bases para el reconocimiento de la igualdad de la mujer, muere integrando la Confederación Socialista, la mesa de Unidad Socialista, la Asamblea Permanente de Derechos Humanos, y la revista "El Socialista Argentino". Tenía 101 años.
Buenos Aires/Argentina (1986)


Soy Alicia Moreau,
después de un siglo,
después de centenares de denuncias ejerciendo la voz del compromiso
desde los claustros donde la osadía aún reclama equidades y sufragios…
voy a morir de muerte obligatoria.
Todo caduca entre esfumados rostros
y clepsidras quebradas por la arena
mientras
la sombra roza mis cabellos,
saquea el corazón,
calma mis manos.
Atrás quedan los días del desprecio,
calumnias en jirones,
mordeduras de espesa hipocresía acantilada
censurando ademanes
o expresiones
en mi conducta de mujer sin amo.
Lejos del desamor,
del fanatismo,
las ideas ascienden a mis ojos con la pasión de siempre,
con el fuego que iluminó mis clandestinidades
cuando andaban los lobos
patrullando
y jaurías de torpes demagogias mordían los talones del suburbio,
rastreaban
entre el hambre huracanado
esa orfandad obrera que aún me duele,
para catequizarla con halagos.
Lejos de la locura establecida
cuando las bestias vomitaban crímenes sobre los espinazos de las aguas,
de escrúpulos sociales,
de mujeres segregando su flujo amortajado,
de la marginación,
del desabrigo,
de anatemas y expulsos y renuncias,
de la desesperanza inalterable;
lejos de la violencia que consiente tantas postergaciones en harapos.
Tal como imaginé,
ni un roce de alas deshabita su insomnio en los rincones.
Sólo el silencio llueve sobre el alma que se entrega al naufragio,
que se abisma en los despeñaderos del cansancio.

Tamara Bunke

Nacida en Buenos Aires e incorporada a la guerrilla cubana, pereció cuando una bala del ejército boliviano la atravesó de lado a lado fracturándole el húmero derecho en la emboscada de Vado del Yeso. Tenía 29 años.
Vado del Yeso-Río Grande/Bolivia (1967)


La frente en alto
y el fusil alerta
y los sueños trepándose a horcajadas del viento que desvela oligarquías,
que denuncia injusticias,
que delata cada complicidad de los silencios
aun a riesgo del odio
y de las fiebres.
La frente en alto,
madre,
aunque las aguas
presenten una torpe barricada a esta infructuosa búsqueda de abrigo
para mi corazón
desangelado
por tantas delaciones inclementes;
aunque el postrer silbido de la bala traspase mi perfil,
rompa mi nombre,
libere cada gota de mi sangre como un dique de ausencia en los ocasos
cuyas compuertas
ya no la detienen.
Porque todas las horas de la vida
luché por el derecho a los indultos de tantos evangelios que torturan
con hambres arbitrarias,
con miseria,
con destino en menguante
y estrecheces.
La frente en alto madre.
En la mochila
cargo voces de estirpe americana coreando su dolor entre las piedras
y las últimas fotos
y tus cartas
y un mendrugo de miedo impertinente
que no alcanza a turbar esta entereza que me nace del alma,
de los huesos,
de las entrañas mismas del instinto,
de la piel sin penumbras que me diste cuando mi grito atravesó noviembre
y yo abracé esta lucha empecinada por la liberación de mis hermanos prohibiéndome un destino de capullo deshecho por los dedos del olvido
ajeno al mundo real
y su intemperie.
Yo soy Tamara Bunke,
guerrillera.
Soy una llamarada de insolencia arrastrada por cauces impetuosos.
Mucho más que este cuerpo
naufragando
entre las vastedades de la muerte.

Dolores Mora

Nacida en Tucumán/Salta a fines del siglo XIX, cuando mujer y escultora parecían términos excluyentes en el seno de una sociedad provinciana, el 21 de mayo de 1903 emplaza en Buenos Aires la polémica y monumental Fuente de las Nereidas. Tenía 37 años.
Buenos Aires/Argentina (1877)


A martillo
y escoplo
y puño pleno,
luché con la entereza de la piedra.
A martillo y escoplo,
golpe a golpe,
le disputé a las vetas indomables la elocuencia de cada criatura.
Y fueron concebidos los tritones
y su dominación avasallante sobre la altanería de los potros,
y fueron engendradas las nereidas con sus míticos pubis sin censura
y emergió la figura femenina
de la tierra
y el aire
y el rocío
como un cántico,
un himno de alabanza,
como una sinfonía que proyecta la perfección de formas incorruptas
que inquietan al rebaño de melindres,
que impacientan el gesto artificioso de la mano que atusa los mostachos,
que quiebran protocolos y etiquetas
con la sola visión de la tersura
con que revelo al pueblo la grandeza de esta sensualidad en armonía
donde estallan acordes minerales
celebrando el remoto nacimiento de la femineidad,
entre la espuma.
Pero soy Lola Mora,
impertinente.
Mis cuerpos de belleza sin recato les toman por asalto la decencia,
les sitian los insomnios,
los asedian con nalgas vigorosas y desnudas.
A mi paso se exhiben las espaldas,
a mi paso el silencio se detiene,
a mi paso los curas se santiguan
y las voces predican desvergüenzas en reuniones,
cenáculos,
tribunas.
Soy,
para su ceguera puritana,
la ramera de todos los ministros,
la infractora y rebelde tucumana que enfundada en bombachas campesinas,
empuñó su cincel y su locura
para arrancar al mármol sus secretos,
el perfil primigenio de los dioses pronunciado en su idioma inquebrantable,
un gesto en equilibrio,
un rastro leve,
la huella de intangibles curvaturas
La que guarda silencio,
aunque le duela,
mientras muerde la piel de los olvidos con sus dientes de furia,
adelgazados,
y se lanza a un exilio sin retorno bajo los ojos
yertos
de sus lunas.

Martina Chapanay

Hija de un cacique toba y una cautiva blanca, la cuyana Martina Chapanay, mulata, asaltante de caminos, oficial del ejército libertador, guerrera federal y policía, muere pidiendo limosna y confesión. Tenía 76 años.
Mogna-San Juan/Argentina (1874)


Como un espasmo breve en el cogote
o el nervioso ventear hacia la sombra que enciende sus temores,
que la alarma hasta hacerla piafar sobre la arena
mi sangre fue una yegua sin sosiego
que galopó la luz de la distancia
desnuda y sudorosa,
embravecida por tanta libertad sobre su morro,
por tanta libertad bajo sus ancas,
por tanta libertad contra su pecho
cuando el miedo espoleaba los sentidos hasta el confín de todos los pecados
y mi nombre a la orilla del camino era el pan de los pobres,
era abrigo en las heladas noches del invierno
Hoy he venido a confesar mis culpas.
Porque el tiempo está cerca,
el tiempo llega a exigir que le rinda mis baluartes,
que le entregue esta vida de miseria apretada en la piel de los recuerdos.
Desde aquel día en que el oscuro toba que me legó el perfil de su apellido
se desplomó
junto a la tumba abierta donde mi madre inauguraba el viaje
y me entregó a rigores polvorientos,
con lanza,
con cuchillo,
con machete,
a pie o montada,
el poncho como escudo
despené algunos hombres que enfrentaron mi coraje de hembra en el combate, mis opciones de hembra sobre el lecho,
mi integridad de hembra
que no admite ni un vestigio de indulto a las traiciones.
Los envié de regreso a los abismos,
a las fosas de llagas y vinagres donde siempre es dolor y no hay remedio.
Luché en muchos ejércitos.
Y todos contaban con tu ayuda,
con tu anuencia,
con la complicidad de tus altares-.
Ahora estoy aquí.
Soy la Martina.
He perdido la cuenta de mis muertos.

Julieta Lanteri

Muchos años antes de que las argentinas accedieran a las urnas, Julieta Lanteri emitió por primera vez su voto en el marco de las elecciones municipales. Feminista y sufragista, esta tenaz mujer que llegó a reclamar un permiso para cumplir con el servicio militar y así obtener su libreta de enrolamiento y la incorporación al padrón electoral, muere víctima de un extraño accidente que se supone pudo haber sido un crimen político. Tenía 59 años.
Buenos Aires/Argentina (1932)


Soy Julieta Lanteri,
sufragista.
Camino a cielo abierto hacia mi muerte.
A pleno sol.
Pasado el mediodía.
Mientras anda febrero desvelando el aroma sutil de los jazmines.
Camino entre las voces que censuran esta sed de igualdad que me lastima
porque no debe
una mujer virtuosa
transitar las ciudades
instaurando su canto de gorrión en los jardines
ni es bueno andar,
a corazón inerme,
esgrimiendo desnudos alegatos que conmuevan el orden de los siglos, aguardando,
entre frías antesalas,
tanto enjambre de sílabas hostiles.
Su feudo es la elegancia en el bordado,
el devoto perfil de la obediencia legada a la memoria de sus hijas,
la abnegación rotunda de la artesa
y la fecundidad
y las urdimbres
y acaso un simulacro de ternura,
una fotografía en tonos sepias donde patentizar,
entre puntillas,
la legitimidad del disimulo zurcido en los reversos de la estirpe.
Pero a pesar de todos sus mandatos,
a pesar del olvido lloviznando sobre la soledad de los retratos
hasta saquear mis huellas de la historia,
a pesar de los cuervos,
de los buitres,
soy Julieta Lanteri.
Me abro paso
a través del silencio de la siesta
hacia la lobreguez de mi destino,
hacia el encuentro ya predestinado donde serán taladas mis raíces,
origen y sostén de esta locura de ser una mujer
poco sumisa
ante tanto atropello organizado con ajuste al derecho de los hombres
y la parcialidad de sus eclipses.
Camino a cielo abierto hacia mi muerte.
A pleno sol.
Pasado el mediodía.
Mientras anda febrero desvelando un agobio de soles insurgentes
y el aroma sutil de sus jazmines.

Dorotea Cabral

Rescatada por un contingente militar años después de su secuestro, negándose a abandonar a sus hijos mestizos, en el colmo de la libertad sexual, la antigua cautiva de los ranqueles escapa con un alférez. Tenía 32 años.
Tierra de los ranqueles/Argentina (1879)


Tuve nombre una vez.
Fue en aquel tiempo
en que una adolescencia irrecobrable cabalgó sobre potros enlutados
hacia la vastedad de la llanura.
Tuve nombre una vez.
Y otra existencia.
Dorotea Cabral.
Así me llaman de este lado del mundo,
de este lado donde no es bueno alzar la desvergüenza
y declarar que Cañumil me amaba
como a la más amada de sus hembras;
que en esa soledad del cautiverio,
parí tres veces mi aflicción desnuda desde el vientre profundo del olvido
y amé la inconveniencia de sus pieles
y su sangre culpable
y su miseria
Yo nunca supliqué por el retorno
ni me hinqué ante los dioses de la tierra
ni pedí que calmaran sus hambrunas repetidas invierno tras invierno
con hatos de ganado en recompensa
a cambio de los cuerpos postergados habitando en los toldos del ultraje
ahora que
por ley
es conveniente rescatarlos de aquellas realidades,
redimirlos del odio
y la tragedia;
a cambio de un puñado de nostalgia ardiendo en calenturas y sudores
cuando el recuerdo atropellaba
lento
por los caminos de la madrugada
hasta alcanzar los rostros de la ausencia
tendidos al final de los asedios,
sin lápidas
ni cruces
ni epitafios,
sin apenas un diezmo de plegaria que los librara,
al fin,
de los demonios cabalgando en las ancas de la niebla.
Y ahora que los lobos de sus ojos
persiguen la promesa de mis labios desde la conveniencia del crepúsculo.
Ahora que sus manos rastreadoras humedecen mis muslos con su urgencia.
Ahora que el instinto es como un viento exterminando toda la prudencia
no me exijan embozo o disimulo.
He pagado con creces mi derecho a vivir el amor
de otra manera.

Victoria Romero

Mujer de temperamento varonil e independiente, esta riojana no vacilaba ante el peligro. En la batalla del Manantial, acudiendo en defensa de su esposo recibió un feroz sablazo en la cabeza que le causó una herida desde la frente hasta la boca. Tenía 40 años.
Batalla del Manantial-Tucumán/Argentina (1842)


Soy Victoria Romero,
la riojana.
La montonera que salvó a su hombre del acorralamiento de las lanzas
a punta de bravura y osadía.
Soy Victoria Romero.
Soy la Chacha.
Mi nombre es estandarte entre los gauchos que se juegan la vida,
a todo o nada,
contra los regimientos de ambiciones
secuaces del poder de las levitas que validan la hambruna amortajada
y combaten la ley de los fusiles desde una contundente resistencia
con apenas la furia en los rebenques
y un trozo de tijera para esquila aferrado al final de las tacuaras
en la eterna contienda,
en esta lucha
de hermanos contra hermanos contra hermanos
donde anda la traición
envileciendo,
en tratados,
acuerdos
o convenios
la honesta dignidad de la palabra.
Una sutura me atraviesa el rostro.
Es la huella terrible de aquel sable con que un soldado hendiera mi semblante
harto ya
de intentar estratagemas
que vencieran el fuego en mi mirada.
Soy Victoria Romero,
la guerrera.
Un pañuelo de luto en la cabeza cubre la cicatriz de mi leyenda.
Un pañuelo de luto,
distintivo de los días de ultraje que me aguardan,
cuando el representante del progreso termine con el último caudillo,
vencido y desarmado,
vulnerable,
amarrado y exhausto,
asesinado por el odio encendido de sus lanzas
y corte sus orejas
y seccione la patriarcal virtud de su cabeza
para hacer ostensible ese mensaje de altivo vencedor de la barbarie,
y ufanarse,
por fin,
de su venganza.
Y a mí,
por ser mujer,
menospreciada,
me exija tolerar como escarmiento,
un grillete de hierro en el tobillo
y una sentencia indigna
y una escoba para barrer las calles y las plazas
hasta hacerme entender que el rol de una hembra
no es andar exhibiéndose a caballo
ni inmiscuirse en política
ni alzarse en franca rebelión contra el gobierno
con el pretexto de parir la patria.
Soy Victoria Romero.
No me rindo.
Que se cuiden de mí los unitarios,
que se cuide de mí la oligarquía
que muerde el calcañar de la intemperie con colmillos de usuras y mordazas.
Sabré sobrevivir a los silencios,
a las mentiras,
a la desmemoria
y volveré a nacer en los fogones
cuando alguna injusticia se desnude en la sonoridad de las guitarras.

Azucena Villaflor

Un hijo secuestrado por la dictadura la impulsó a fundar el movimiento de las Madres de Plaza de Mayo. Secuestrada por un comando clandestino de la armada, sus restos, devueltos a la costa, constituyeron la primera evidencia científica completa de los llamados “vuelos de la muerte”. Tenía 53 años.
Costa de Santa Teresita-General Lavalle/Argentina (1977)


Sólo un cuerpo en la playa,
tras las dunas.
Sólo un montón de harapos en la arena,
un conjunto de huesos quebrantados contra la superficie del océano
en noches de tinieblas homicidas
y los rubios cabellos
acunados por el sucio vaivén de la marea,
y esta memoria que me sobrevive,
esta memoria que no me da tregua,
esta insignificante rebeldía
de mujer sin misión
hasta aquel tiempo en que me harté de excusas y discursos
cuando la santidad de los despachos olía a desamor,
a desamparo,
a deslealtad olía,
olía a mentira;
y un concilio de intrigas y uniformes tramaban lo viscoso de sus redes
y hablaban de demencia los batracios
y no había cadáveres
y el mundo se vistió de traiciones fratricidas
que arrastraron mi nombre,
una mañana,
hasta la impunidad de sus cubiles,
atormentando con descargas crueles la inocencia desnuda de la carne a punta de picana y cobardía,
ocultando los ojos de mi miedo
al miedo aletargado de los otros que me acompañarían al destierro
cuando el útero ciego de los pájaros escupiera sus torpes agonías
y las pariera
en medio de la noche
sobre el agua encrespada de la muerte
donde nadie se atreve a aventurarse ni un instante después de las sospechas,
porque ellos comen sus eucaristías
domingo tras domingo
y se santiguan
y no hay otra manera de atraparlos
que dejarse llevar por la marea con huellas de martirio en cada hueso
y todo el corazón a la deriva.
Porque soy Azucena Villaflor.
La loca de los jueves,
en la plaza;
la evidencia concreta del espanto
que regresa a exigir una respuesta desde la más oscura pesadilla,
que insiste en reclamar por un destino,
una declaración,
una disculpa,
una fosa común,
un epitafio,
una cruz que señale dónde yacen
los sueños
lacerados
de las víctimas.

Manuela Hurtado

Esta mujer del pueblo, tucumana, cuyo esposo expirara en su regazo, recibe el grado de alférez por su desempeño durante los combates librados por la reconquista de la ciudad de Buenos Aires de manos de los usurpadores ingleses. No existen datos acerca de su edad.
Buenos Aires/Argentina (1807)


Yo soy Manuela Hurtado,
tucumana.
Por la calle de piedras desiguales,
con la misma bravura que tenía cuando llevaba el mundo en bandolera,
he blandido el fusil de tu derrota.
Y en medio del fragor de la metralla,
a ritmo de venganza,
a paso urgente,
con la angustia rugiendo en mis entrañas,
y esta pena salvaje abriendo el aire como el distante aullido de una loba
me he enfrentado al soldado que causara la hendidura letal de tu agonía.
He mirado el rotundo desconcierto,
el rictus sorprendido de su rostro alucinando hembras sigilosas
que liberan la ausencia,
a borbotones,
impidiendo el retorno a su refugio alejado de furias primitivas;
más allá de la espuma,
de las sales,
más allá del bramido de las olas.
Y he regresado a ti.
Ya he regresado.
Sobre mi falda mueres.
Con tu sangre cayendo
sin remedio
a los volantes,
floreciendo en la piel de las enaguas desde el misterio de tu carne rota
Mueres en mi regazo.
Con los ojos abiertos al asombro de un invierno que te roba la vida,
palmo a palmo,
hasta dejarte así,
desamparado,
en los desfiladeros de las sombras
de esta tierra-señuelo,
de esta tierra latiendo a contramarcha del destino,
a contramáscara de las impericias,
a contracielo de las orfandades que restringen su vuelo de paloma;
de esta tierra-mordisco
o rebanada
exhibiendo feraces inventarios ante las contundentes avaricias;
de esta tierra
recién amanecida
sitiada por banderas invasoras.
Alférez de milicias espontáneas en el tiempo de las usurpaciones,
antes de que pariéramos la patria,
mi nombre es como un eco repetido en el margen izquierdo de la historia
Un halo de demencia me circunda
como premonición
o profecía.
Yo soy Manuela Hurtado,
tucumana.
Una mujer de pueblo entre otras tantas,
una mujer celosamente anónima.

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